lunes, 12 de septiembre de 2022

EL CALLAO ERA EL LUGAR

Ese día llegó cansado a casa, pero muy emocionado. No fue un día cualquiera. Hubo sol en la mañana, pero frío al anochecer. En la tarde cayó una ligera llovizna que duró un par de horas. Sólo faltaba lo que los chalacos llamaban el “veranillo”, una especie de sol y lluvia al mismo tiempo, incluyendo un arco iris de colores tenues y tristes. El clima era variado y caprichoso como las mujeres ohianas, virginianas o simplemente californianas, especialmente aquellas de los años cincuenta del siglo pasado.

Pero ese día, era muy especial. Cuando Burnette se sentó en el sofá de cuatro cuerpos, mejor dicho, cuando se tiró sobre el mueble, dijo con una sonrisa de niño pícaro con juguete nuevo, aunque él tenía más de treinta años:

-        ¡Lovell, hoy ha sido un día magnífico!  Dios me mostró el lugar.

Ella asombrada, corrió hacia él y contestó: 

-        ¿Verdad, cariño? ¿Cómo así, cuéntame?

 Se sentó a su costado, dobló las rodillas y levantó los pies, acomodándose en el sofá. Estaba expectante por escuchar el relato.

Lovell sabía que su esposo, cuando hablaba de esa manera y con esa seguridad, era porque realmente algo había sucedido. Ellos estaban orando desde casi cuatro años por el Perú, y desde hace algunos meses por un lugar para iniciar la obra misionera. Tenían un llamado especial para abrir una iglesia en el país. Para eso habían llegado a la nación incaica dejando amigos y familia en los Estados Unidos, pero no era una aventura, sabían que Dios los estaba guiando para hacer algo grande y que ellos serían los instrumentos que el Absoluto utilizaría.

A él, le gustaba llamarse Burnette, pero firmaba como “C. Burnette”. No le gustaba mucho su primer nombre. Era un hombre alto y delgado. Tenía cabello lacio, pero rebelde también. Usaba un gel de marca “Gomina” que era un fijador para el cabello “trinchudo”, como se le llamaba en esos años a quienes tenían cabello parado, difícil de hacer una raya para tirarse el pelo al costado. Aunque Burnette era de raza aria, se ponía colorado como un tomate cuando pronunciaba mal una palabra en español y la gente se reía de ello. Pero ese día estaba feliz. Era un martes de abril, en plena estación de otoño y con cielo gris en las tardes. El clima era caprichoso como las mujeres, según versión del tío Eduardo. Él siempre decía después de discutir con tía Perla que “todas las mujeres eran caprichosas”, y luego se ganaba más líos por esas palabras.

Tía Perla era paciente, pero la sacaban de sus casillas cuando veía una injusticia. Ella con sus hijos fue la primera familia que se hizo miembro de la Iglesia Bíblica Bautista del Bosque, congregación que se formó en 1960, cuando funcionaba en la Calle 5 y luego en la Calle 14, para finalmente trasladarse a la avenida Amancaes. No toleraba las cosas incorrectas en su alrededor, peor si alguien se metía con sus hijos, que eran cuatro: Gloria la mayor; Eduardo a quien cariñosamente le decían “Papitín”; luego seguía Elsa; y la última, la dulce Lisette, se ponía "muy brava" en sus palabras.  Vivían en el tercer piso de un edificio moderno en esos años, frente a un parque, que ahora tiene como monumento a un viejo avión oxidado de la Fuerza Aérea Peruana, allá en La Florida, el tradicional barrio rimense. Tendría yo unos cinco años y aún recuerdo a tía Perla, cuando visitaba a su hermana, mi madre, conversando con los vecinos del callejón de cuatro caños y una ducha, allá en Pueblo Libre donde vivíamos. Ella fue la primera persona que me habló de la fe cristiana en mi niñez, allá por 1963.

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Ya en casa, a Burnette dejaron de dolerle los pies de tanto caminar. El “gringo” como solía llamarle la gente ya no era el muchacho que recorría varias cuadras en Columbus, Cleveland, Cincinnati, Akron, Dayton u otra ciudad de su querida Ohio. Sus más de treinta años ya le pesaban, básicamente en un país andino como el Perú, con climas muy variados y “caprichosos” como las mujeres en versión de tío Eduardo Tarazona, nieto de un inmigrante genovés que viajó de Liguria al Callao en 40 días como polizonte en un barco a vapor el siglo XIX, aunque cuando fue descubierto en alta mar, tuvo que conformarse haciendo la limpieza de la nave para ganarse el sustento diario.

Aquel martes, el gringo había caminado como cinco horas, como también lo hacía todos los días desde hace varios meses, pero caminar al mediodía a plena luz del sol y luego con el cambio brusco del clima, la situación era diferente. Siempre llevaba una botella de agua en su morral, pero él tomaba “Inca Kola”, bien helada, aquella soda amarilla transparente llamada la “bebida de sabor nacional”, la preferida de casi todos los peruanos desde 1935 y que la compraba a sólo un sol en cualquier bodega que encontraba en su camino.

Al gringo le gustaba ese refresco, a pesar que en su país, se producía Coca Cola, la soda más consumida en el mundo. En el Perú simplemente era conocida como bebida gaseosa nada más, aunque competía con Pepsi Cola por ser una soda de color negra. Entre las dos bebidas negras, a mí me gustaba más la Pepsi Cola, por ese sabor a medicamentos que tenía. La Coca Cola nunca me gustó. Ah, pero prefería la Inca Kola porque combinaba con cualquier comida, especialmente con los pescados y mariscos.

Las sodas de esos tiempos eran Inca Kola, Pepsi Cola, Coca Cola, Twist, Canadá Dry y Pasteurina, que eran las únicas que se vendían en aquellos años, en Lima y Callao.  También estaba la Kola Inglesa, conocida como la “chaposa más chaposa” y la Indo Quina, que luego abrevió su nombre a IQ. Todas venían en botellas de vidrio. Se comercializaban en tres tamaños: Familiar, grande y chica. Obviamente, la “familiar” que contenía dos tercios de litro era la de mayor capacidad. No existían personales ni de litro o “gordita”, menos de tres litros.

Cuando ingresó la Coca Cola al Perú en 1937, mediante la embotelladora de Leopoldo Barton, ésta marca foránea quiso liderar el consumo de gaseosas en el mercado local, pero le salió el tiro por la culata. Jamás superó a la “bebida de sabor nacional” que estaba bien posicionada mediante la embotelladora de Joseph Robinson Lindley, la organización empresarial que ya tenía presencia local desde 1910. Como no pudo despojarla del primer lugar, al final tuvo que adquirir a la empresa de Lindley para tomar el control total.

En ciudades del interior existían otras sodas, pero eran pocas conocidas, siendo la más visible la Kola Escocesa que desde 1961 se producía en Arequipa, la segunda ciudad del Perú, después de la capital. Al gringo le gustaba esta bebida y hasta traía algunas botellas al Callao cada vez que viajaba a Arequipa por motivos del ministerio cristiano. Años después dijo que, si el puerto no hubiera sido el lugar para iniciar la obra, habría elegido a Arequipa o Trujillo como ciudades alternativas para empezar la obra en el país.

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 Clarencio Burnette Taylor era un gringo bien peruano. Comía cebiche con ají, lomo saltado, arroz chaufa, pollo a la brasa, papa a la huancaína, rocoto relleno, frejoles con cabrito, trucha frita, olluquito con charqui, tallarines rojos y verdes, y hasta arroz shilico. Le gustaba la chicha morada y por supuesto, la Inca Kola. De dulces ni hablar, el suspiro limeño o mazamorra morada eran sus preferidos, pero de vez en cuando se comía su camotillo, un dulce de camote amarillo que se vendían en las panaderías.

Sentado en el sofá, aún tenía en su mente, aquella imagen de la tienda que estaba ubicada en esa esquina estratégica de los jirones Vigil y Ancash en la provincia constitucional del Callao, el primer puerto del Perú. Ese lugar era lo que buscaba desde meses atrás, y ahí estaba ahora la oportunidad. Tenía paz, que, según su concepción religiosa, podría ser la respuesta de Dios para iniciar una obra misionera. Estaba seguro que ese era el lugar, pero tenía que confirmarse todo mediante oración y consejo de otros misioneros y el aval de los directivos de la agencia misionera Baptist Mid Mission, organización religiosa que buscaba tener presencia en América Latina, como ya la tenían otras instituciones bautistas de los Estados Unidos.

Con su esposa Lovell y sus tres pequeños hijos, había venido al Perú sólo con un propósito: Empezar una obra cristiana, básicamente una iglesia bautista independiente. Aunque su congregación en los Estados Unidos lo había enviado, era un misionero apoyado por la Baptist Mid Mission. En realidad el objetivo era Lima, pero en ya en tierras peruanas cambió de idea, fue el puerto chalaco Callao, el principal del país que estaba en auge y modernizándose. Además, no había iglesias bautistas.

Con el transcurrir de los días y el apoyo de otros misioneros y su familia, habló con hombres y mujeres, comerciantes y trabajadores, adultos y jóvenes, siempre con la misma finalidad que era la predicación del evangelio. Él compartía su fe cristiana con todos aquellos que se cruzaban en su camino. Cada día oraba y le pedía al Señor que le confirmará el lugar para tomar una decisión. Estaba seguro que esa esquina era el punto de partida porque estaba en una zona marginal y emergente del Callao, a sólo tres cuadras de las barracas del terremoto de 1940 que destruyó muchos asentamientos populares en Lima y Callao. Con el tiempo, esa zona se tugurizó y la gente lo denominó “los barracones”, porque algunas personas del mal vivir, delincuentes, prostitutas y “pirañitas” o “pájaros fruteros”, comenzaron a morar y poblar ese lugar. Hasta la policía, entonces la Guardia Civil la llamó “zona roja”. Obviamente que con el tiempo todo empeoró. Los resultados de la Policía de Investigaciones del Perú, simplemente la PIP, revelaban que muchas bandas de forajidos y traficantes de drogas tenían sus escondites en ese lugar, que dicho sea de paso, es una de las zonas más peligrosas del puerto.

En el Callao, C. Burnette vio numerosos niños que lo miraban por su forma de hablar, por su tamaño y su forma de vestir. Donde pensaba abrir una iglesia era una zona también emergente y marginal al mismo tiempo. Esa esquina estaba a cuadro cuadras de la segunda calle principal, la Avenida Buenos Aires y a seis de la Calle Lima, que después le cambiaron el nombre a Avenida Sáenz Peña.

La Av. Buenos Aires estaba llena de frondosos y viejos robles. Era de doble vía. Justo en la esquina de Vigil y Buenos Aires había un solar que estaba en plena avenida y colindaba con la calle trasera, el jirón California. Perteneció al italiano Francesco Amico, un hacendado industrial de su época, que llegó al Perú para invertir su dinero y hacer fortuna mediante astilleros y fábricas de harina de pescado. Su hijo Alberto heredó parte de su fortuna, y éste hizo lo propio con su hijo Norman, quien a su vez dividió sus terrenos entre su esposa Ana María Contreras y sus hijos Hernán, Violeta y Oswaldo. Con el tiempo en la propiedad de Oswaldo Amico Contreras, empezó a funcionar la Iglesia Bautista “Ebenezer”, que originalmente se llamó Segunda Iglesia Bautista del Callao, porque fue una obra iniciada por la iglesia que C. Burnette empezó en el puerto. Un dato más sobre este asunto, con el tiempo el bisnieto del inmigrante Francesco, llegó a ser pastor principal en la iglesia que el gringo iniciaría en los años sesenta.

Cada día, Dios confirmaba el lugar y la decisión que tomaría C. Burnette. La mayor parte de sus interlocutores eran “achorados”. Es decir, personas atrevidas y desafiantes, que por la calidad de vida que llevaban y por ser el principal puerto peruano, tenían un estilo muy particular de vida. Los chalacos eran así. “Chalaco” era el gentilicio popular de quienes habían nacido en el Callao, aunque el correcto es callaoense como El Callao en el estado venezolano de Bolívar.

En el caso peruano, ser chalaco era sinónimo de porteño vivaracho, despierto, alegre, movido y zalamero, que los diferenciaba de los calmados y refinados limeños “mazamorreros”, pero de los limeños de esos años, porque Lima esta casi poblada de gente que llegó del ande o ciudades costeras. Los auténticos limeños viven ahora en Miami, Nueva York, Los Ángeles y Paterson. También en Madrid, Buenos Aires o Santiago. Aunque alguien dijo que en la viña del Señor hay de todo, el andahuaylino José María Arguedas, el escritor indígena, describió muy bien esta situación con la frase de su quinto libro “todas las sangres”.

Efectivamente, ese martes, el misionero Taylor había descubierto en el Callao, a unos metros de la frontera con la comarca de Bellavista, el lugar ideal para abrir una obra misionera. Estaba feliz porque Dios había abierto una puerta. Sus oraciones tenían respuesta y su iglesia en los Estados Unidos estaba feliz de ayudar a iniciar una obra pionera en el Perú, la tierra de los incas y del gran imperio incaico, una cultura muy superior a los apaches, sioux, navajos, arapajoes, cheyenes, cheroquis, pies negros y mescaleros entre más de 500 tribus originarias del norte hemisférico. Algunos pensaron que la evangelización de los indios pieles rojas ahora pasaba a los nativos incas de Suramérica.

Como misionero había llegado con la intención de abrir una obra pionera en el Perú, inicialmente en Lima, la capital peruana. El Callao no era Lima, pero como había crecido la urbanización y creación de diversos pueblos, especialmente por el proceso migratorio del campo a la ciudad, la provincia chalaca se había unido con las urbanizaciones limeñas. Todo parecía una sola jurisdicción, sólo se distinguía por medio de unos letreros en plena pista que decían: “Bienvenidos al Callao” o “Lima agradece su visita”. Incluso, algunos vecinos chalacos querían pertenecer a Lima, porque el Callao cada día gozaba de la fama de ser una jurisdicción peligrosa, precisamente cuando en esos días diarios como El Comercio, La Prensa o La Crónica colocaban como titulares “Chalaquito cometió asalto a mano armada”. Claro, los delincuentes más buscados eran Chalaquito 1, Chalaquito 2, Pichuzo, Champita, Negro Panizo, Patita de Cuy, Carquita, Chino Corneta y el Monstruo de Armendáriz, sin contar a los tantos chalaquitos. Nadie sabía sus reales nombres, ni la policía, sólo eran conocidos por sus apodos, porque hasta sus madres los negaban.

Partes 1, 2 y 3 del Capítulo 1 del libro "Pioneros del puerto". Un relato sobre el nacimiento de una iglesia bautista en el puerto peruano Callao.

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