lunes, 12 de septiembre de 2022

MARTA FUE SU NOMBRE

Cuando despertó no tuvo noción del tiempo. Sólo sabía que debería huir. ¿Qué tiempo estuvo sin conocimiento? Ella lo ignoraba, pero sintió un profundo dolor en la cara. Fue en ese momento cuando recordó algo y levantándose con dificultad del suelo caminó hacia el baño, y mirándose en el espejo, lloró amargamente. 
Su rostro reflejaba el dolor, pero no de los golpes que había recibido, sino de aquellos que deja el tiempo cuando duele el alma. En sus años juveniles, ella había participado en varios concursos de belleza en su pueblo natal, aquel paraíso ubicado en las extensas llanuras de Córdoba. Su belleza la había ayudado a viajar por diversos pueblos y ciudades colombianas, e incluso, hizo varios viajes a la selva peruana. 

EL VIEJO Y EL REY

Su delito era notorio y había sido descubierto. Nada se podía hacer, sólo esperar las funestas consecuencias y sufrir las penalidades ante su pueblo. Postrado en el suelo lloraba como niño, con la misma intensidad cuando perdió a su madre, aquella noble judía de manos tiernas y mirada dulce. Su autoridad no podía relevarle de tamaña responsabilidad, por el contrario, sus hechos hablaban más fuerte que sus palabras. La vergüenza dolía más que mil batallas perdidas.

El viejo lo miraba con amargura, pero también con temor. El había originado esa situación y sus palabras no significaban nada en esas circunstancias. Era la primera vez que veía llorar al hombre más poderoso de la tierra. Soldados y esclavos estaban escandalizados y miraban de reojo al anciano esperando cumplir en cualquier momento la orden. Tal vez, el mismo esperaba el fin de sus días, siendo este incidente el boleto que lo lleve a la eternidad. Sólo esperaba la sentencia fatal y estaba dispuesto aceptarla. Tampoco tenía otra alternativa. Más de una vez había presenciado la muerte de otros súbditos y esperaba sólo la orden final del monarca.

LA VOZ DEL SILENCIO

Miraba aquellos niños con mucha ternura, mientras ellos pedían que les relate una historia. Ana, mujer de largos cabellos negros y mirada triste, entonces se acomodaba entre los cojines y abrazando a la más pequeña empezaba su relato. Las historias casi siempre eran las mismas y las preguntas también. Los niños formaron una bulliciosa cadena alrededor de ella y atentos esperaban el inicio del relato. Ana, llevándose el índice a sus labios y haciendo un ademán de silencio, empezaba con el clásico: “Había una vez…”

Cuando terminó de hablar todos estaban atónitos, nadie se atrevía interrumpir la solemne quietud que reinaba en el ambiente. Pasaron unos segundos que eran como una eternidad, hasta que llegaron las preguntas.

EL CALLAO ERA EL LUGAR

Ese día llegó cansado a casa, pero muy emocionado. No fue un día cualquiera. Hubo sol en la mañana, pero frío al anochecer. En la tarde cayó una ligera llovizna que duró un par de horas. Sólo faltaba lo que los chalacos llamaban el “veranillo”, una especie de sol y lluvia al mismo tiempo, incluyendo un arco iris de colores tenues y tristes. El clima era variado y caprichoso como las mujeres ohianas, virginianas o simplemente californianas, especialmente aquellas de los años cincuenta del siglo pasado.

Pero ese día, era muy especial. Cuando Burnette se sentó en el sofá de cuatro cuerpos, mejor dicho, cuando se tiró sobre el mueble, dijo con una sonrisa de niño pícaro con juguete nuevo, aunque él tenía más de treinta años: