lunes, 12 de septiembre de 2022

EL VIEJO Y EL REY

Su delito era notorio y había sido descubierto. Nada se podía hacer, sólo esperar las funestas consecuencias y sufrir las penalidades ante su pueblo. Postrado en el suelo lloraba como niño, con la misma intensidad cuando perdió a su madre, aquella noble judía de manos tiernas y mirada dulce. Su autoridad no podía relevarle de tamaña responsabilidad, por el contrario, sus hechos hablaban más fuerte que sus palabras. La vergüenza dolía más que mil batallas perdidas.

El viejo lo miraba con amargura, pero también con temor. El había originado esa situación y sus palabras no significaban nada en esas circunstancias. Era la primera vez que veía llorar al hombre más poderoso de la tierra. Soldados y esclavos estaban escandalizados y miraban de reojo al anciano esperando cumplir en cualquier momento la orden. Tal vez, el mismo esperaba el fin de sus días, siendo este incidente el boleto que lo lleve a la eternidad. Sólo esperaba la sentencia fatal y estaba dispuesto aceptarla. Tampoco tenía otra alternativa. Más de una vez había presenciado la muerte de otros súbditos y esperaba sólo la orden final del monarca.

Estaba tranquilo y sus cabellos blancos reflejaban los años vividos al servicio de su gente. Considerado como un guía, todo el pueblo aceptaba sus consejos, pero también sus exhortaciones. Su vida pasó en esos instantes como una película en su mente. Recordó al padre del rey, a quien conocía desde la infancia en sus trabajos como granjero. También vino a su memoria aquel memorable día cuando el monarca le consultó acerca de la construcción de un templo, tarea que nunca edificó. Ahí estaba el anciano, esperando su suerte de acuerdo al capricho del soberano, a quien conocía perfectamente.

Transcurrieron algunos minutos que parecían siglos de espera. El joven monarca, demacrado y con los ojos hinchados, experimentaba su propia batalla. Como hombre de Estado sabía que había fallado. El rey, levantándose y pidiendo piedad por sus hechos, reconoció sus faltas con mucho dolor. El viejo comprendió entonces, una vez más, que el control de la vida, circunstancias y acciones estaba en manos del Sempiterno. Además, él había sido el instrumento para que el dignatario reconociera que había asesinado a un hombre para quedarse con su esposa.

Efectivamente, el mandatario había dado la orden de enviar al capitán Urías al frente de la batalla cuando se enteró que su esposa Betsabé estaba embarazada no del militar, sino de él mismo. Sus orgías nocturnas cosechaban sus primeros frutos.

El viejo conocía perfectamente al hijo del granjero. Lo había visto crecer y también había participado en su coronación. Era su consejero espiritual y tenía gran estima por él, pero no podía aceptar los abusos del soberano, menos aún, acciones que perjudicaban a personas decentes. Sabía que su Dios le había encomendado esa tarea y comprendía también que el rey estaba arrepentido de su conducta inmoral.

Comprendió que la vida también tiene sus bemoles y que aún los más fuertes y encumbrados caen en sus propias redes. La vida del soberano no era ajena a la suya. Sus 85 años revelaban experiencias vividas y compartidas. Sabía que los hombres tienen limitaciones y tentaciones. Más de una vez había comentado el antiguo adagio “todo lo que el hombre sembrare, eso también cosechará”. Ahora era testigo de una experiencia más.
Cuando supo que no moriría, el viejo se encargó de animar al joven soberano y poniendo su mano en su hombro le dijo que por muy oscura que sea la noche, siempre habrá un amanecer. El rey aprendió la lección y fue considerado con los años como un hombre conforme al corazón de Dios. Se dedicó a escribir poemas y reinó con justicia a favor de su pueblo. El viejo y el rey comprendieron que en la vida todo tiene solución, aún los dolores más profundos de la humanidad siempre tendrán un remedio cuando se reconoce que simple y llanamente somos barro en las manos del Creador. El viejo pasó a la historia como el gran profeta Natán y el rey como el padre de otro monarca, Salomón.

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