Cuando terminó de leer aquel párrafo sintió agudas punzadas en el
corazón. Aunque sin saber por qué tuvo temor, un dolor profundo e
intermitente lo impulsó tocarse el pecho con ambas manos, estrujando con
violencia la carta. No perdió el conocimiento, menos el control, sólo
buscó un lugar dónde descansar sin llamar mucho la atención, podría pasar
algún conocido por la calle. Caminó lentamente unos minutos y se sentó en
una de las viejas bancas de mármol italiano de la Plaza Grau de Callao,
observando los tradicionales colores rojo y blanco en la bandera de la
Capitanía General del Puerto.
Después de algunos minutos y disipado el dolor, su mirada estaba clavada
en el horizonte. Sus ojos buscaban esa línea imaginaria que une el cielo
con el mar, pero su mente aún estaba en el último párrafo de aquella
misiva que recibió ese día en la mañana. Recién la leía en la tranquilidad
de la tarde y complicidad de la soledad chalaca.
Efectivamente, era un día frío de otoño como suelen ser los días grises
en Callao. La temporada de regatas llegaba a su culminación porque con los
cambios climáticos, el sol salía con fuerza algunas mañanas y Gabriel como
buen deportista había participado varias veces ganando un par de trofeos
que su padre, don Justiniano, exhibía soberbiamente en el hall de su
agencia de aduanas. Releyó la carta y buscó entre letras, frases y
oraciones algunas respuestas a sus interrogantes. Sus pensamientos se
trasladaron a diversos lugares y variadas circunstancias. Pensó en lo que
haría luego y cómo salir del embrollo. Esta vez, el mensaje era claro y
eran las respuestas de muchas interrogantes y temores que tuvo en los
últimos meses. Todo había pasado tan rápido que su capacidad de reacción
fue tardía.
Se imaginaba verla en cada mujer que cruzaba el parque, hasta podría
escuchar aquella sonrisa inocente que muchas veces calmó sus temores de
hombre casado. Su mente era una fábrica de pensamientos, reflexiones y
hasta lamentos. Sentado frente al mar permaneció inmóvil. La recordaba con
sus largos cabellos negros, gafas redondas de carey, delgada y estatura
mediana. Mentalmente percibía aún su perfume, el Chanel N° 5 que ella
había comprado en Burdeos, cuando quiso conocer el viejo París y sólo
llegó a la casa hospedaje del 24 – Rue Capitaine Chalvidan en Burdeos, al
sur de Francia, de propiedad de una amiga suya. El conoció esa ciudad de
arquitectura clásica sólo por las fotos que ella se tomaba en determinados
lugares. Tantas veces la había escuchado que se sabía de memoria algunos
lugares históricos a orillas del río Garona, como si hubiera estado ahí.
Recordaba el tranvía donde ella posó con ese abrigo negro aterciopelado
que él le compró en Miraflores el día de su onomástico. También pensó en
esas fotografías de casonas viejas, declaradas “Patrimonio Cultural” por
la UNESCO que aún tiene en la oficina de su padre y que ella misma había
tomado.
Una pegajosa brisa impregnaba su curtido rostro, mientras él seguía
mirando aquel horizonte donde muchas veces casi lo había alcanzado con el
“Escorpión”, el viejo yate de su padre. Desde niño lo acompañaba siempre
en las largas jornadas marinas. Estaba familiarizado con el mar y
adolescente aún, soñaba con vestir el blanco uniforme de los cadetes de la
escuela naval. Lamentablemente, por su carácter, desidia y visión de la
vida nunca alcanzó esa meta. Pero nunca se sintió frustrado, siempre había
cosas por hacer y lugares por conocer. Se había convertido en un bohemio
periodista, escribiendo notas culturales para algunas publicaciones
especializadas.
Recordó la primera vez que estuvieron juntos en esa embarcación cuando
pasaron por “el camotal”, entre los islotes cercanos a las islas San
Lorenzo y El Frontón. Le mostró que bajo esas aguas se escondía la vieja
ciudad que según los habitantes del puerto fue destruida y hundida por el
gran terremoto ocurrido el 28 de octubre de 1746 a las 10:20 de la noche.
En esa época no había islas, todo era tierra firme. Se acordó que ella,
fascinada por el relato, intentaba ver en las azules aguas del océano el
campanario de la antigua iglesia matriz. Se dice que cuando la marea baja,
emerge ante el asombro de los pescadores la antigua ciudad porteña. Hay
quienes afirman haber visto a las míticas sirenas entrar y salir de los
viejos solares que los españoles construyeron para sus amantes mientras
ellos vivían con sus familias en la ciudad de Lima. Hasta algunos
marineros y pescadores relataban que escucharon el ruido de las cadenas
que los esclavos en el virreinato peruano usaban antes de dormir para no
escapar en las noches. Octavio, un marinero amigo suyo le había contado
que escuchó alaridos y gritos en una noche de invierno cuando hacía
guardia en uno de los barcos en alta mar.
Volvió a leer aquel párrafo y moviendo la cabeza suspiró. Soltó entonces
una sonrisa forzada, más que risueña, una mueca torpe y sin gracia. Guardó
la carta en el bolsillo interno de su casaca al percatarse que una
temprana llovizna anunciaba la llegada de la noche. Un escalofrío recorrió
su cuerpo y sólo se limitó a gesticular una mueca que denotaba amargura.
Estuvo sentado una hora o tal vez cinco. Eso no interesa. Ante tales
circunstancias el tiempo no puede registrarse. Era lo mismo algunos
minutos que un par de horas. En realidad no había casi nada por hacer.
Todo estaba consumado, aunque en su interior se resistía aceptar ese
sentimiento. Quería llorar, gritar, golpear, pero nada hizo. Sólo pensaba
y seguía mirando al mar como si las respuestas estarían entre las olas que
reventaban contra las piedras.
La recordaba en todas sus facetas. Se acordó de aquel libro que recibió
de regalo: “Art del Arxiu Nacional de Catalunya”. Como no sabía catalán,
ella le tradujo los textos. Fue su musa en los campos de la literatura y
el arte. Con ella había aprendido más de arquitectura, escultura, pintura,
cine e incluso música. Muchas de las cosas que no sabía del mundo de las
letras y artes lo había descubierto con ella. Cuántas galerías de arte
habían recorrido juntos en Lima, incluso, ahora que ella ya no estaba,
continuaba visitando algunas muestras de artistas plásticos y asistiendo a
conciertos de música clásica. Aunque en honor a la verdad, Gabriel había
heredado de su padre ese gusto, diría pasión, por la música en general,
especialmente por la clásica y antigua.
Su apreciación hacia la religión cambió cuando escuchó que los monjes de
la Abadía de Santa María de Montserrat fueron y son celosos custodios de
las artes y letras de la región de Cataluña, en España. En ese monasterio,
ella había fungido de guía cultural y él le había tomado innumerables
fotografías. Recordaba que un año después del encuentro de los dos mundos
que protagonizó Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492 en la isla de San
Salvador en el Caribe antillano, el rey de España, Fernando “El Católico”
había enviado al monasterio de Monserrat catorce monjes procedentes de
Valladolid, pero que siglos después, las tropas napoleónicas había
incendiados dos veces esa abadía. Durante la guerra civil española, en ese
lugar fueron martirizados 23 sacerdotes. Efectivamente, él había estado en
varios monasterios y conventos de clausura, ahora abiertos al público.
Como buen admirador del acervo cultural escuchaba atentamente lo que ella
le enseñaba.
Almudena, como toda catalana criada a la antigua, poseía virtudes fáciles
de reconocer. Una de ellas era, precisamente, el multifacético nivel
cultural que tenía. Conocía de artes y letras tanto como él. Más aún,
escribía un libro sobre la influencia del catalán Antoni Gaudí en las
construcciones de origen ibérico en América Latina, razón por estuvo en la
región. Gabriel aprendió mucho de Gaudí, el maestro de la luz que
construyó la monumental iglesia “La Sagrada Familia” en Barcelona. Ella
sabía todo lo que el catalán había imaginado y construido adelantándose a
su tiempo. Le relató la historia de la Casa Vicens y todo lo que significó
la finca, palacio, parque e iglesia Guell. Gabriel quedó maravillado
cuando Almudena le explicó cada detalle de la Casa Milá, “La Pedrera”
ubicada cerca del Paseo de Gracia. Estaba fascinado cuando cenó en la Casa
Batlló y cuando visitó el Colegio de las Teresianas y la Finca Miralles.
Ella le enseñó todo sobre la obra de Antoni Gaudí. En la oficina de su
padre aún tiene las fotografías que se tomaron en “La Pedrera”. ¡Qué
Mujer! Lo que siempre había soñado. Alguien que compartiera sus ideales,
sus sueños y hasta sus pasiones. Más de una vez se había dicho a sí mismo
que era la mujer perfecta. Pero todo cambió con ese párrafo. ¡Qué ironía
del destino! El, que se consideraba seguro en todo, ahora pasaba por
momentos difíciles. Sin embargo, seguía pensando que ella no era una gran
mujer, era la gran mujer.
Detestaba a las frívolas que de espectáculos sabían todo pero nunca
habían leído el “Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, “Cien años
de soledad” o “En el nombre de la rosa”. De aquellas que sentadas frente
al televisor estaban pendientes de los programas banales de concursos y
competencias. Huía de las caras bonitas, de las candidatas a “mises”, de
aquellas que no sostenían ni un minuto de conversación sobre la realidad
nacional pero que estaban dispuestas a disputar el cetro de un concurso de
belleza y sabían de memoria la vida de los protagonistas de los programas
concursos de la televisión. Aunque admiraba un buen trasero, creía que la
mujer pensante estaba por encima de un escultural cuerpo y hermoso
parecer, pero si tenía ambas cualidades, mejor. Un buen trasero le servía
solamente para pasar un momento en la cama nada más. Prefirió siempre a
las mujeres intelectuales. Así era Almudena, mujer intelectual de nobles
sentimientos y senos pequeños. A diferencia de su padre era radical en sus
convicciones. En sus años estudiantiles siempre criticó a las mujeres que
se encerraban en cuatro paredes: cocina, iglesia, modas e hijos. Sobre
este tema había discutido más de una vez con don Justiniano, a quien
criticaba por ser muy conservador con las mujeres. Gabriel afirmaba que
las mujeres deben realizarse en la vida. Solía decir siempre: “una mujer
es un corazón pensante”. Por esa razón, Almudena encajaba en sus
pensamientos y tal vez empezaba a formar parte de su vida.
Seguía sentado frente al mar mientras las tenues gotas de la llovizna
refrescaban su curtido rostro quemado por el sol y por la vida. Su mente
fabricaba a cada segundo nuevos pensamientos en torno a ella. Le
incomodaba que ante las circunstancias que estaba viviendo, no podía salir
airoso como en anteriores ocasiones. Esta vez, todo cambió. Ese párrafo
enajenaba su mente. Estaba tan perturbado que aún el olor marino empezaba
a fastidiarlo, pero seguía sentado en el frío mármol de esa banca chalaca.
Hasta su conciencia le incriminaba y lo sentenciaba: “Todo lo que se
siembra se cosecha”. Aunque intentaba ser indiferente, su concepción
religiosa lo maniataba. Sabía que algo andaba mal a pesar de su felicidad.
¡Qué paradoja!
¿Acaso no fueron hermosos los días junto a ella? ¿Podría negar que admiró
el arte en todo su esplendor cuando estaba frente a su cuerpo desnudo?
Estaba convencido que Almudena era una diosa del Olimpo, una musa griega o
un ángel caído. Estaba totalmente enamorado de ella. Sin admitirlo, sus
pensamientos estaban en ella. Cataluña lo había fascinado, el arte lo
había embrujado y Almudena lo había poseído.
En los últimos ocho meses de su vida hasta su carácter cambió. Todos
notaron esa transformación. De ser una persona hosca e introvertida pasó a
ser alegre y comunicativo. Aún su esposa ponderó la nueva conducta.
Atribuían el hecho al viaje que realizó meses antes a España para estudiar
un curso sobre comunicación organizacional. La más satisfecha era su
esposa.
- “Es más amable y optimista” comentó un día, mientras miraba un programa
de farándula en la televisión.
El seguía frente al mar cuando reaccionó y notó que la noche había
llegado. Se levantó de la banca, arregló su casaca subiendo el cierre
hasta el cuello y metió sus manos en los bolsillos. Caminó hacia el
embarcadero y quedó mirando fijamente las aguas. La marea había subido
algunos centímetros de tal manera que la parte baja del embarcadero estaba
inundada. Eso ocurría siempre en la dársena de Callao.
Creyó ver en las aguas la imagen de una mujer que se distorsionaba con
las olas que golpeaban la playa. Recordó aquella tarde de verano cuando
juntos se bañaron en Cantolao. Antes lo habían hecho en la playa de arena
del Mediterráneo, en la Costa Brava, en el puerto de Barcelona.
En Cantolao participó en varias regatas siendo el premio mayor no el
trofeo que podría haber ganado, sino las caricias y ternuras de una noche
de verano. Cuántas veces se había quedado dormido en sus tiernos senos
cubriéndose la cara con el largo cabello azabache, soñando tal vez con las
musas gitanas de sus lecturas andaluzas o escuchando el “vals de las
flores” del Cascanueces o el Lago de los Cisnes del ruso Peter Ilich
Tchaikovski o “Capriccio Brillant” del alemán Félix Mendelssohn.
¿Acaso sus problemas no tenían solución? Tenía fama de “conquistador”,
virtud o defecto que lo habían metido en muchos problemas. Sin embargo,
ahora una carta trocó el escenario y quizá su viva también. Las palabras
de ese párrafo estaban grabadas en su mente. No entendía el mensaje o tal
vez se resistía a creerlo. Enmudeció internamente y cerraba de vez en
cuando los ojos. Su rostro desencajado revelaba una lucha interna,
titánica y feroz.
Seguía buscando entre el océano respuestas a sus preguntas. Estaba tan
ensimismado que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor hasta
que un sonido lo hizo volver a la realidad.
- ¿Aló? … ah, eres tú… ya, ya voy, no te preocupes… okey, okey, chau.
Prendió un cigarrillo y decidió retirarse. Sin embargo, al aspirar el
humo, la recordó con un puro en la boca. Fue aquella vez en el cine
Porteño cuando casi se atora. Eran unos habanos que había tomado de la
oficina de su padre, por cierto con la complicidad de Nela, la secretaria.
Travesuras que aún de adulto seguía haciéndolas. Esta vez no hizo una
mueca torpe, sino sonrió recordándola bajo el humo del puro.
Almudena motivaba su vida que ahora tenía nuevos bríos. Más de una vez
hablaron de política, deportes, economía, artes y letras, incluso de
vinos. Los ancestros de ella fueron productores de diversas cosechas de
vinos, así como excelentes catadores como lo era ella misma. El jerez y la
cava no solamente eran temas de conversación, sino también de degustación.
No obstante, ambos preferían el tinto de La Rioja.
Ella se inclinaba por Dalí y Miró, él por Picasso. Ambos admiraban la
grandeza de Gaudí y las lecturas del colombiano Gabriel García Márquez.
Eso los unía, la pasión por el arte y la literatura. Parafraseando a Goya,
cuántas veces él le había dicho en la intimidad: “Eres mi maja desnuda”.
En música ni hablar, tenían casi los mismos gustos. Para meditar estaban
Tchaikovski, Mendelssohn, Bach, Strauss y Vivaldi. Para alegrarse
preferían a Frank Sinatra o el jazz de Louis Armstrong. Gabriel le había
confesado que de niño estaba enamorado de Natalie Wood, ella en represalia
le comentó que le gustaba Al Pacino. Ambos son cultores del buen cine,
aunque ella prefiere las películas españolas.
Más de una vez, al ver el cuerpo desnudo de Almudena, creyó ver en ella
las siluetas de Cindy Crawford o Brooke Shields. Pensó, incluso que era un
afortunado en la vida. Una diosa había caído en sus manos.
Gabriel recordó cómo empezó todo. Fue en el vuelo 1005 cuando llegó al
aeropuerto de Barajas en Madrid. Ella esperaba su vuelo mientras leía y
tomaba café. Cuando la vio quedó impactado. Le cautivó ver aquella chica
de largos cabellos y gafas redondas color negro. Ella devoraba el libro,
él la devoraba con su mirada. Interrumpió su lectura y se presentó.
Coincidieron en la ruta, ambos tenían como destino la ciudad de Barcelona.
Así la conoció.
Ella había escuchado de Lima y del Callao. Sabía que sus antepasados,
especialmente de la capital madrileña, habían conquistado parte del
continente americano. Sabía que Lima era una ciudad grande y que Callao
era un puerto principal de Sudamérica.
Le habían hablado de Machu Picchu y del gran imperio incaico. Sin
embargo, pensaba que Moctezuma era un inca. Gabriel le explicó que
Moctezuma fue el gran jefe del imperio azteca conquistado por el español
Hernán Cortés y que los incas fueron diferentes a los aztecas y mayas. Esa
charla la fascinó no solamente en el aeropuerto de Barajas sino que
continuó en el avión que los trasladó a Barcelona.
En Cataluña llegaron a ser buenos amigos. Al principio la visitaba de vez
en cuando, luego casi todos los días. Siempre había una consulta por hacer
o un problema por resolver. Gabriel aprendió que los hombres son personas
comunes y corrientes que no importa el lugar dónde estén o lo que hagan,
siempre serán personas con necesidades y con sentimientos que compartir.
Descubrió también que la felicidad es posible cuando se encuentra a la
persona idónea, que los hechos fortuitos son reales y que la sinceridad es
importante en las relaciones interpersonales.
Cuando terminó de fumar su cigarrillo, salió del embarcadero y mientras
caminaba, unas delgadas lágrimas recorrían sus mejillas. Se volvió, miró
al mar y fijando su vista en el horizonte tiró la carta al océano. Pensó
que en algún lugar de Cataluña, ella estaría pidiendo perdón por un delito
que no cometió, pero que lo sintió hasta convencerse que la felicidad
también tiene otras facetas aún por explorar.
Esa noche al no poder dormir, a oscuras y echado en la cama, Gabriel
recordó a sor Almudena, aquella mujer que conoció en el aeropuerto de
Barajas y que ahora vive recluida en un convento de clausura que la orden
Santa Teresa de Jesús tiene en Igualada, en Barcelona.
Escrito en el puerto de Callao, en 2001.