Cuando terminó de leer aquel párrafo sintió agudas punzadas en el
corazón. Aunque sin saber por qué tuvo temor, un dolor profundo e
intermitente lo impulsó tocarse el pecho con ambas manos, estrujando con
violencia la carta. No perdió el conocimiento, menos el control, sólo
buscó un lugar dónde descansar sin llamar mucho la atención, podría pasar
algún conocido por la calle. Caminó lentamente unos minutos y se sentó en
una de las viejas bancas de mármol italiano de la Plaza Grau de Callao,
observando los tradicionales colores rojo y blanco en la bandera de la
Capitanía General del Puerto.
Después de algunos minutos y disipado el dolor, su mirada estaba clavada
en el horizonte. Sus ojos buscaban esa línea imaginaria que une el cielo
con el mar, pero su mente aún estaba en el último párrafo de aquella
misiva que recibió ese día en la mañana. Recién la leía en la tranquilidad
de la tarde y complicidad de la soledad chalaca.